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Tan sólo materia

3.- Tan sólo materia (Jn 4, 46-54)
Si había algo que hiciera a Jesús mirar a sus contemporáneos con más amor del que ya les tenía, era la fe y la confianza. A través de la primera se dibujaba el alma de quien le hablaba y partiendo de la segunda sabía que se encontraba ante alguien que, seguramente, creía en el Enviado de Dios.
Así, Jesús, como hizo en otras ocasiones (el ciego al borde del camino, la hemorroísa, los amigos que descuelgan al que lo era suyo abriendo un boquete en el techo de una casa, etc.) se da cuenta de que quien tiene fe y tiene confianza no puede quedar defraudado.
Así lo cuenta Juan en su Evangelio:
46 Volvió, pues, a Caná de Galilea, donde había convertido el agua en vino. Había un funcionario real, cuyo hijo estaba enfermo en Cafarnaúm.

47 Cuando se enteró de que Jesús había venido de Judea a Galilea, fue donde él y le rogaba que bajase a curar a su hijo, porque se iba a morir.
48 Entonces Jesús le dijo: «Si no veis señales y prodigios, no creéis.»

49 Le dice el funcionario: «Señor, baja antes que se muera mi hijo.»

50 Jesús le dice: «Vete, que tu hijo vive.» Creyó el hombre en la palabra que Jesús le había dicho y se puso en camino.

51 Cuando bajaba, le salieron al encuentro sus siervos, y le dijeron que su hijo vivía.

52 El les preguntó entonces la hora en que se había sentido mejor. Ellos le dijeron: «Ayer a la hora séptima le dejó la fiebre.»
53 El padre comprobó que era la misma hora en que le había dicho Jesús: «Tu hijo vive», y creyó él y toda su familia.

54 Esta nueva señal, la segunda, la realizó Jesús cuando volvió de Judea a Galilea.
Jesús, tal vez, pensó:
“Este afán por la vida, por no abandonar la tierra que pisan, les atrae en exceso, sin comprender que luego deleitarán en su totalidad las delicias del Reino, conocerán el ámbito del Padre, podrán proclamar toda virtud y el conocimiento del único Amor Eterno.

Porque puedo ver en sus corazones el estrecho margen que dejan para el Espíritu, la escasa visión que tienen de lo inmaterial, el inaccesible destino de plenitud que no captan; puedo entrever, escondido en el recóndito espacio de la esperanza que les sustenta, un gusto por la culminación de la luz en sus vidas, un aceptar, aún sin ver, esa amplitud de gozo en el entendimiento del camino que les voy a proponer.

Pero materia…materia…siempre materia. Sólo aceptan lo tocable, lo que sus manos pueden moldear, o pueden comprar, o pueden sentir; tan sólo anhelan, de esta fase de existencia, el sabor agridulce de lo palpable, lejano el amanecer que les espera… aún no ven, aún no están capacitados; el mundo les deja absortos, imposibilitados para sentir la importancia de lo que les conviene.

Pero yo puedo hacerles comprender, ablandarles su pedregoso corazón, comunicarles esa Verdad que no quieren oír, ni menos escuchar…sordos ante el Espíritu, sordos ante esa luz; puedo hacer que recobren el sentido de la verdadera vida, la limpia mirada de sus ojos hacia el mundo, la callada respuesta ante la desazón de su acaparador ser.

Porque, si visten con ornamentos en tantas ceremonias en las que dicen alabar a Dios, predicando su Palabra mientras en su corazón mienten; si visten, yo me digo, esos ornamentos, cual es la razón de que tengan desnudo el espíritu muchas veces; de que, muchas veces, no exista equilibrio entre lo que es y lo que debería ser. Libertad les da el Padre, Abbá amado. Pero libertad para escoger entre la nada y Él, comprendiendo la razón de esa elección que salva.

Necesitan, por eso, un alma pura. Y esa pureza ha de evitar los excesos de su ser, ha de tener fijación en el amor; y el amor no necesita, para mostrarse, más que a él mismo; no necesita el oro ni la plata…tan sólo el incienso del respeto a Dios y del cumplimiento de su voluntad. La riqueza ha de ser de otro orden, de otro orden… y no de esa ostentosa vaciedad que nunca llenan.

Sin embargo, para que su rutinario existir devenga en gloria, para que su ansiedad sea calmada, ha de prevalecer, a lo que parece, el signo, el hecho, lo que sus ojos de hijos incrédulos admiran y entienden.

Signos, prodigios… ¡qué estéril ha sido, casi siempre, el mensaje profético!, ¡que gran noche se cierne sobre él!”.




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