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Jesús entra en Jerusalén – domingo de Ramos

Este día celebramos la entrada triunfal de Jesús en Jerusalén, momento en el que todo el pueblo lo alaba como rey con cantos y palmas. Por esta razón llevamos nuestras palmas a la Iglesia para que las bendigan y participamos en la misa. Pero el domingo de Ramos es algo más, significa también el camino que nos lleva al encuentro de Jesús para que nos acompañe siempre y pueda instaurar su paz en el mundo. Si deseamos verdaderamente ir al encuentro de Jesús y avanzar con él por su camino, es preciso que nos preguntemos por qué camino quiere guiarnos y qué esperamos de él. Y qué espera él de nosotros.
No nos quedemos en la anécdota y en una celebración tradicional sin más significado pues eso no es el domingo de Ramos. Debemos recuperar la mirada de aquellos acontecimientos de los discípulos de Jesús tras la Pascua, en que comprendieron lo que había sucedido realmente aquel domingo de Ramos.
Jesús entró en la ciudad santa montado en un asno prestado para la ocasión, el animal de la gente sencilla del campo. No llegó en una suntuosa carroza real, ni a caballo, tan sólo en un asno que ni siquiera era suyo. Los discípulos sólo comprendieron tras la Pascua que al actuar así Jesús cumplía los anuncios de los profetas, que su actuación derivaba de la palabra de Dios y la realizaba. San Juan nos relata que los discípulos recordaron que en el profeta Zacarías se lee: “No temas, hija de Sión; mira que viene tu Rey montado en un pollino de asna» (Jn 12, 15; cf. Za 9, 9). Para comprender el significado de la profecía y, por tanto, de la misma actuación de Jesús, debemos leer el texto íntegro de Zacarías, que prosigue así: “Él destruirá los carros de Efraím y los caballos de Jerusalén; romperá el arco de combate, y él proclamará la paz a las
naciones. Su dominio irá de mar a mar y desde el río hasta los confines de la tierra» (Za 9, 10). De esta manera el profeta afirma tres cosas sobre el futuro rey: en primer lugar, que será rey de los pobres, pobre entre los pobres y para los pobres. La pobreza, en este caso, se entiende en el sentido de los anawin de Israel, de las almas creyentes y humildes que encontramos en torno a Jesús, en la perspectiva de la primera bienaventuranza del Sermón de la Montaña. Uno puede ser materialmente pobre, pero tener el corazón lleno de afán de riqueza material y del poder que deriva de la riqueza. Precisamente el hecho de que vive en la envidia y en la codicia demuestra que, en su corazón, pertenece a los ricos. Desea cambiar la distribución de los bienes, pero para llegar a estar él mismo en la situación de los ricos de antes. La pobreza, en el sentido que le da Jesús -el sentido de los profetas-, presupone sobre todo estar libres interiormente de la avidez de posesión y del afán de poder. Se trata de una realidad mayor que una simple repartición diferente de los bienes, que se limitaría al campo material y más bien endurecería los corazones. Como vemos, ante todo, se trata de la purificación del corazón, gracias a la cual se reconoce la posesión como responsabilidad, como tarea con respecto a los demás, poniéndose bajo la mirada de Dios y dejándose guiar por Cristo que, siendo rico, se hizo pobre por nosotros (cf. 2 Co 8, 9). La libertad interior es el presupuesto para superar la corrupción y la avidez que arruinan al mundo; esta libertad sólo puede hallarse si Dios llega a ser nuestra riqueza; sólo puede hallarse en la paciencia de las renuncias diarias, en las que se desarrolla como libertad verdadera. A Jesús, el rey que nos indica el camino hacia esta meta, es a quien aclamamos el domingo de Ramos y le pedimos que nos lleve con él por su camino.

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En segundo lugar, el profeta nos muestra que este rey será un rey de paz; hará desaparecer la guerra y anunciará la paz. En la figura de Jesús esto se hace realidad mediante el signo de la cruz. Es el arco roto de la guerra, la nueva arma que Jesús pone en nuestras manos es la cruz, el signo de reconciliación, de perdón, el signo del amor que es más fuerte que la muerte. Por eso cada vez que hacemos la señal de la cruz debemos acordarnos de no responder a la injusticia con otra injusticia, a la violencia con otra violencia; debemos recordar que sólo podemos vencer al mal con el bien, y jamás devolviendo mal por mal.
La tercera afirmación del profeta es el anuncio de la universalidad. Zacarías dice que el reino del rey de la paz se extiende «de mar a mar (…) hasta los confines de la tierra». La antigua promesa de la tierra, hecha a Abraham y a los Padres, se sustituye con una nueva visión: el espacio del rey mesiánico ya no es un país determinado, que luego se separaría de los demás y, por tanto, se pondría inevitablemente contra los otros países. Su país es la tierra, el mundo entero, una red que constituye el «reino de la paz» de Jesús de mar a mar hasta todos los confines de la tierra, pues Él llega a todas las culturas y a todas partes. Cristo se convierte él mismo en nuestro pan entregándose a nosotros. De este modo construye su reino.

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Esto queda muy claro en la frase del Antiguo Testamento que caracteriza y explica la liturgia del domingo de Ramos. La multitud aclama a Jesús: «Hosanna, bendito el que viene en nombre del Señor (Mc 11, 9; Sal 118, 25). Estas palabras forman parte del rito de la fiesta de las tiendas, durante el cual los fieles dan vueltas en torno al altar llevando en las manos ramos de palma, mirto y sauce. Ahora la gente grita los mismo, con palmas en las manos, delante de Jesús, en quien ve a Aquel que viene en nombre del Señor. Efectivamente, la expresión «el que viene en nombre del Señor» se había convertido desde hacía tiempo en la manera de designar al Mesías. En Jesús reconocen a Aquel que verdaderamente viene en nombre del Señor y les trae la presencia de Dios. Este grito de esperanza de Israel, esta aclamación a Jesús durante su entrada en Jerusalén, ha llegado a ser con razón en la Iglesia la aclamación a Aquel que, en la Eucaristía, viene a nuestro encuentro de un modo nuevo. Con el grito «Hosanna» saludamos a Aquel que, en carne y sangre, trajo la gloria de Dios a la tierra. Saludamos a Aquel que vino y, sin embargo, sigue siendo siempre Aquel que debe venir. Saludamos a Aquel que en la Eucaristía viene siempre de nuevo a nosotros en nombre del Señor, uniendo así en la paz de Dios los confines de la tierra.
Las tres características anunciadas por el profeta -pobreza, paz y universalidad- se resumen en el
signo de la cruz; la cruz, que nos habla de sacrificio y de encontrar la verdadera vida no apropiándonos de ella sino donándola. El amor es entregarse a sí mismo, y por eso es el camino de la verdadera vida, simbolizada por la cruz, que simbólicamente es el camino indicado por el profeta, de mar a mar, desde el río hasta los confines de la tierra. Es el camino de Aquel que, con el signo de la cruz, nos da la paz y nos transforma en portadores de la reconciliación y de su paz.
El domingo de Ramos es una oportunidad excepcional para que más de dos mil años después, la cruz nos toque a nosotros y abra nuestro corazón, de manera que siguiendo su cruz lleguemos
a ser verdaderos mensajeros del amor y la paz que nos anunciaba Jesús.

Música litúrgica según lo que indica el Graduale Romanum para el domingo de Ramos:

Pueri Hebraeorum

Gloria, laus et honor

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