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Discriminación Positiva

La discriminación positiva es un sintagma nominal que traduce el inglés affirmative action, una fórmula impulsada en Estados Unidos después de las luchas para la integración y los derechos civiles de los afroamericanos en las décadas de los cincuenta y los sesenta del pasado siglo XX, que tiene como objetivo combatir las discriminaciones por razones de raza, color, religión, sexo u origen nacional.
Con este método las autoridades norteamericanas integraron a miles de afroamericanos, hispanos y otras minorías étnicas en escuelas, universidades y en el mercado de trabajo. Esta fórmula también ha servido para acabar con la discriminación de las mujeres e impulsar políticas de igualdad racial y de género, tanto en Estados Unidos como Europa u otros países.
El 28 de junio de 2007 el Tribunal Supremo de Estados Unidos tomó una decisión simbólica muy importante, al condenar a dos escuelas de Louisville, en Kentucky, y otra en Seattle, en el Estado de Washington, acusadas de discriminación racial contra niños blancos. En uno de los casos, se negó la inscripción del niño en un jardín de infancia porque hubiera roto el equilibrio de proporción racial en la clase, ya que el distrito escolar competente había decidido que en cada una de ellas debía de haber un mínimo del 15% de los niños que fuesen de minorías visibles.
En la práctica, lo que dice el Tribunal Supremo es que la política de discriminación positiva destinada a favorecer la integración racial en las escuelas es anticonstitucional. Esta decisión no marcó el fin de la discriminación positiva, pero lo anticipa porque esta medida ha dejado de tener el sentido que la originó, en especial en lo que se refiere a su aplicación a las mujeres. Un área en el que hoy día se convierte más en una política de desigualdad que de igualdad entre hombres y mujeres.
Lo cierto es que no hay nada que indique la necesidad de mantener una política de discriminación positiva, que como su nombre indica es pura discriminación, en este caso contra los hombres, a quienes se les está practicando una marginación creciente y una política de disminución de derechos a favor de las mujeres.
En una época en que la igualdad de derechos y oportunidades es una realidad en los países avanzados, es un escándalo que se siga favoreciendo a colectivos femeninos con políticas de discriminación positiva. Las personas, ya sean hombres o mujeres, deben ganarse con esfuerzo, inteligencia y trabajo sus objetivos y su lugar en la sociedad. No podemos seguir favoreciendo que inútiles integrales escalen en ámbitos empresariales o de gobierno sólo porque sean mujeres y para cumplir una cuota absurda. La discriminación positiva ha dejado de tener sentido, pero muchas mujeres la desean porque es una ventaja fácil y a veces la única forma de prosperar y competir en el mercado libre. Un error enorme porque a largo plazo sus efectos son negativos para todos.

La affirmative action nació en el contexto de la declaración de la guerra contra la pobreza, con una serie de iniciativas sociales decididas por el presidente Lyndon Johnson para cumplir una deuda con comunidades históricamente oprimidas, conquistadas o esclavizadas en Estados Unidos. Las comunidades que debían de beneficiarse de la discriminación positiva no eran escogidas por razones de pertenencia racial sino por razones de justicia histórica. Pero poco o nada queda del sentido original de justicia histórica que lo originó y ahora se utiliza equivocadamente para meter en el mismo saco a todo tipo de minorías y para mantener situaciones de desigualdad que, en el caso de las mujeres, hace tiempo que dejó de tener lógica y perpetúa políticas de discriminación contra los hombres.
Las sociedades actuales de los países más avanzados están maduros para anular los factores raciales o de género y esas ventajas artificiales e injustas que proporciona la discriminación positiva en detrimento de otros colectivos con iguales derechos. Sólo se puede entender su aplicación para colectivos que aún verdaderamente lo necesitan, como es el caso de los minusválidos, ya sean físicos o mentales.
Ha llegado el momento de decir alto y claro, sin temor a ataques malintencionados de quienes tienen intereses en que todo continúe igual, que la mejor manera de incentivar la igualdad, ya sea racial o de género, y de acabar con la auténtica discriminación es poner punto final a la discriminación en base a la raza o al género. O sea, terminar con la discriminación positiva, que hoy día provoca más discriminaciones que igualdad. Los sistemas de cuotas son, en esencia, una violación flagrante de la Constitución e impulsan políticas de protección que acaban dando origen a un sistema permanente y viciado de incentivos y cuotas injustas y propensas a la corrupción. La experiencia nos ha demostrado que provocan nuevos agravios y son, en esencia, contrarias al principio de la igualdad de oportunidades que todos debemos defender realmente y no sólo para nuestro colectivo.
El socialismo defiende la discriminación positiva con denuedo porque es la fórmula que les permite llevar adelante políticas de igualdad y de ingeniería social a las que son tan proclives, aunque sean profundamente injustas, atentando gravemente contra la libertad individual y las capacidades y los méritos personales de cada uno. No necesitamos artificiales cuotas sino oportunidades para todos, que es distinto, respetando la diversidad y la competencia de cada uno. Ese es el camino para evitar resentimientos sociales y los efectos nocivos de la discriminación positiva, que de positiva no tiene nada y sí mucho de discriminación.




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